
Una de las lecturas que me influyó por aquellos días, al menos me dio que pensar, fue el discurso de metafísica de Leibnitz. Bueno en realidad, solo las dos primeras páginas 🙂 .
Entramos de nuevo a enfocar el «Misterio del Mal».
La argumentación Leibnitziana pasa a ser como sigue.
1. Dios es perfecto
«La noción de Dios más admitida y más significativa que tenemos, está bastante bien expresada en estos términos: que Dios es un ser absolutamente perfecto»
2. Ergo, por lo tanto, su creación ha de ser perfecta.
«…poseyendo Dios la sabiduría suprema e infinita, obra de la manera más perfecta, no solamente en sentido metafísico sino también moralmente hablando»
3. O, dicho de otro modo, nuestro mundo actual es el mejor de los mundos posibles.
«… Y es obrar imperfectamente el obrar con menos perfección que se hubiera podido. Es encontrar defectos en la obra de un arquitecto mostrar que podía haberla hecho mejor»
Estas reflexiones, de que hay un Dios Perfecto, que hace las cosas de la mejor manera posible me resultaban, en cierta medida consoladoras. Un Dios perfecto nos protege, nos coloca en un mundo que, a pesar de todo, es el mejor de los mundos posibles. No hay nada pues, que temer…
En esta línea se señala, o así lo percibía yo, la idea de una predestinación, de que, «la suerte está echada».
Me he vuelto a releer el libro y, no es que lo diga muy claro, pero sí que apunta en esa dirección.
Además se deduce de la premisa inicial. Veamos:
Yo soy parte de «el mejor de los mundos» del «Otro» (el «otro» quiere decir el prójimo, o próximo, o vecino) . Los «Otros» son parte de mi mundo. Si mi mundo es el mejor de los posibles, entonces, los «otros», no tienen libertad para tomar decisiones que puedan dañar la calidad de mi mundo.
Hay cierta lógica de fondo y es que mi evolución espiritual no puede, o no debería depender de decisiones aleatorias que pudieran tomar mis «próximos».
Se asume, generalmente, en los diversos enfoques espirituales que la evolución espiritual depende de nuestras circunstancias, y de nuestras decisiones que pueden modificar las circunstancias. Pero, entonces, también entran en juego las decisiones de terceros. Las tradiciones religiosas señalan múltiples circunstancias «contaminantes», de tipo alimenticio o sexual, pongamos por ejemplo. Pero la consumación de una comida impura o una relación sexual, por ejemplo, depende también de las decisiones de terceros.
Más generalmente se asume que unas buenas lecturas (de textos sagrados, por ejemplo) o unas buenas compañías (de nuestros gurus favoritos, por ejemplo) resultan fundamentales para nuestro avance espiritual. Pero aquí también, nuestro encuentro con la literatura sagrada, o con nuestros gurus favoritos, también depende de las decisiones de terceras personas. Pongamos por ejemplo que alguien nos habla bien, o mal, de un libro, o de un Gurú, con la consecuencia de que decidamos leerlo, o escucharlo, o al contrario. O un gobierno que decide prohibir, o permitir, una literatura, o una charla, o un culto.
O sea: que como consecuencia de una decisión aleatoria de un tercero no llegamos a conocer, a nuestro Gurú favorito, lo cual actúa en perjuicio de nuestra evolución particular, y en perjuicio de nuestro mejor mundo posible.
Entonces se deduce, así lo parece, que nuestras decisiones no pueden ser libres sino sometidas al orden general de creación del mundo.
Claro que puede objetarse que los designios divinos son impenetrables, y que podrían ser posibles muchas opciones de mundos, de mejores mundos posibles. Una decisión particular puede ser contrarrestada por una segunda decisión de otro particular de modo que la suma total de bondad del mundo se mantiene. Pero aún así, y suponiendo que fuese factible, la libertad decisoria se limita enormemente. Es más: una decisión libre de un particular implicaría limitar la libertad de los subsiguientes decisores que se verían obligados a subsanar los efectos de la anterior…
hummmm… demasiado complicado.
Pero, en fin, todo puede ser.
Al respecto Leibnitz afirma lo siguiente:
La noción de una sustancia individual encierra, de una vez para todas, todo cuanto puede jamás ocurrirle, y que, considerando esta noción, se puede ver en ella todo lo que verdaderamente se puede enunciar de ella misma, como podemos ver en la naturaleza del círculo todas las propiedades que de ella pueden deducirse. Pero parece que con esto se destruiría la distinción de las verdades contingentes y necesarias, que la libertad humana no tendrá ya lugar alguno y que una fatalidad absoluta imperará en todas nuestras acciones lo mismo que en el resto de todos los acontecimientos del mundo.
No es que se afirme muy claramente, pero casi parece que sí, al menos se deja caer la idea de predestinación, de fatalidad.
Y a fin de cuentas eso es lo que importa: las ideas que se dejan caer. Y, bueno, éso es a lo que iba: la idea de que el universo es un Todo-Ya-Hecho, predestinado, predeterminado, desde el pasado al futuro, desde el futuro al pasado.
¿y qué pinto yo aquí si todo está ya hecho y si mis pensamientos y decisiones ya vienen preprogramadas…?
Y es que la Idea filosófica tiene su incidencia en el plano práctico. La idea de vivir en un mundo perfecto, prediseñado puede volvernos mas apáticos, más indiferentes, menos entusiastas. Algo no encajaba en todo ello. Parecía necesario «olvidarlo», y desenvolverse en la vida como si nuestras decisiones fuesen realmente libres.
Siguiendo a Leibnitz:
«En cuanto al porvenir no es necesario ser quietistas y esperar ridículamente de brazos cruzados lo que haga Dios, según aquel sofisma que los antiguos llaman la razón perezosa, sino que es preciso obrar según la voluntad presuntiva de Dios; en tanto que podamos juzgar de ella, tratando con todas nuestras fuerzas de contribuir al bien general y particularmente al ornato y perfección de lo que nos concierne, o de lo que nos es próximo y, por así decirlo, al alcance.»
«Según la voluntad presuntiva de Dios», o más genéricamente, según nuestra concepción de lo bueno o de lo mejor. Aunque el problema era que considerando el universo como un Todo-Ya-Hecho, esta concepción quedaba un tanto desarmada.
Faltaba algo, y era el impulso astral, o emocional, procedente del Corazón. El impulso que nos muestre de modo no-racional la línea a seguir, o que nos conecte con las líneas astrales de fuerza con las cuales sintonizar nuestro corazón.
La actividad mental, pura y dura, deviene quietista. Pues la actividad racional tiene por objeto fabricar mapas y rutas, pero por sí misma carece del ímpetu requerido para la acción.
Los ingredientes necesarios y deseables se presentan como siguen:
– un cuerpo sano y ágil, dispuesto a la acción.
– un objetivo, o un juego de objetivos, y la consecuente estrategia racional encaminada a materializarlos, o a acercarlos, al menos.
-la motivación, el anhelo, las ganas de ponerse a trabajar en ello y disfrutar haciéndolo.
En mi caso fallaba la motivación, o al menos no casaba bien con los objetivos que me había propuesto, tales como superar el temario académico. Se me iba la vista hacia hacia el temario filosófico espiritual y hacia la montaña… y constantemente me preguntaba si estaba haciendo lo que debía de hacer o me tocaría cambiar de rumbo….